(Sobre Cuentos del Uruguay: Evocación de mitos, tradiciones y costumbres, de Fernán Silva Valdés. Compañía Editora Espasa-Calpe Argentina, colección Austral nº 538, Buenos Aires, 1945)
Pedro Leandro Ipuche, poeta oriental nacido en Treinta y Tres, descreía del nativismo de Fernán Silva Valdés, poeta oriental nacido en Montevideo, y lo descalificaba diciendo que era un “gaucho de Paso del Molino”. Con esto denunciaba que Silva Valdés pasaba por paisano cuando en realidad provenía de un barrio de la capital. Tal acusación sería justa si el creador de los Romances chúcaros fingiera, pero la verdad es que no lo parece.
Pedro Leandro Ipuche, poeta oriental nacido en Treinta y Tres, descreía del nativismo de Fernán Silva Valdés, poeta oriental nacido en Montevideo, y lo descalificaba diciendo que era un “gaucho de Paso del Molino”. Con esto denunciaba que Silva Valdés pasaba por paisano cuando en realidad provenía de un barrio de la capital. Tal acusación sería justa si el creador de los Romances chúcaros fingiera, pero la verdad es que no lo parece.
Su nombre real era Fernando. Inteligentemente optó por el apócope Fernán, más eufónico para un poeta; y con mayor sabiduría aún descartó su pseudónimo “Juan Corrales”. Dijo que comenzó a escribir a los catorce años, edad a la que casi nadie llega invicto de poesía; a los veintiséis, devenido en un literato brillante, pudo ver cómo una imprenta componía su apellido en una portada. Sabía escoger títulos: su libro inicial (1913) se llamó Ánforas de barro; el segundo (1917), Humo de incienso; el tercero (1921), Agua del tiempo. Fue miembro de la Academia Nacional de Letras, pero salió airoso de este trance.
Quizá de Silva Valdés se evoquen, antes que sus narraciones, sus poemas; y antes que sus poemas, sus canciones criollas y sus tangos. Alguien lo despreció por ello. ¿Qué clase de académico —debían preguntarse por los pasillos— admite haber bailado en peringundines del barrio Unión? Por suerte hoy no se discute su jerarquía, salvo por el sujeto de café literario que no tolera la convivencia de los autores “sagrados” con los “populares”.
Cuentos del Uruguay no tuvo la misma difusión de otras publicaciones de Silva Valdés. Apareció en la célebre colección Austral, una de las maravillas en la historia editorial del siglo XX. No porque estos libritos albergaran un aparato crítico riguroso, ni tuvieran características para convertirlos en piezas de bibliófilos; sino porque recorrer su catálogo aún causa placer. Allí están (y en muchos casos, quedaron) La astronomía en el Antiguo Testamento de Schiaparelli, La ciudad y las sierras de Eça de Queiroz, los Rincones de la historia de Maura y Gamazo, las Leyendas suizas seleccionadas por Keller, el Tercer viaje para el descubrimiento de un paso por el noroeste del almirante Parry, el Kwaidan de Hearn, y casi dos mil títulos más. Después de Silva Valdés no hay mucho más sobre Uruguay, salvo una biografía de Fructuoso Rivera, un florilegio de Juana de Ibarbourou, una sección en la Poesía popular y tradicional americana de Lidia R. de Jijena Sánchez, y alguna que otra cosilla suelta por ahí.
Para el lector acostumbrado a los relatos camperos de la orilla occidental del Plata, estos Cuentos del Uruguay no presentan grandes sorpresas descriptivas. Las diferencias son módicas: el río Yi en lugar del Salado, Tacuarembó en vez de Areco, alguna palabra que deberá dilucidarse en el vocabulario del final, un juego de truco más florido. Pero en muchas ocasiones las referencias de lugar y tiempo son tan imprecisas que estos cuentos bien podrían acontecer tanto en la Banda Oriental como en la Argentina e incluso en el sur brasileño. El autor, por afinidad, escogió Uruguay; eso ya obliga a encararlos con otro matiz.
Los veintisiete relatos que abraza este volumen tienen un raro semblante poético que los distancia con amplitud de otros autores contemporáneos. Sin embargo, no solo son cuentos camperos los que compila este libro. La ciudad también está presente, y con fuerza. El Uruguay de Silva Valdés es el país todo: campo y urbe, costa y cuchilla.
El primer cuento, “Historia de un rancho y una guitarra”, rompe con el realismo que venía estropeando la literatura oriental y que tanto alarmara a Silva Valdés, al punto de iniciar el prólogo con una invectiva contra este género. La idea de una guitarra devenida en oráculo es interesante, pero predecible; Silva Valdés, en esta narración, da una vuelta de tuerca y hace que el oráculo sea redondamente inútil. Al confiarle una pena la guitarra responde “no me vengás con chicas, yo estoy cortada para cosas grandes”, o “esta historia también la conozco, la tengo anotada en mis voces”. Es lógico que su dueño, irritado, termine tirándola arriba de un carro. Por algún motivo oculto entre los artificios de su escritura (tal vez el recurso de excluir una moraleja edificante), este cuento recuerda a los de Ambrose Bierce.
“Historia de un rancho y una guitarra” es el cuento inaugural y su lectura promete mantener el hálito fantástico por el resto del libro, aunque pocos relatos después Silva Valdés se abre a una variedad temática por demás interesante. Sus puntos cardinales —según su propia declaración— son el mito, la superstición, la leyenda y la descripción de costumbres. Sobre estas cuatro materias gravita Cuentos del Uruguay, pero lo cierto es que el lector terminará recordando “Los niños enlunados”, “Payé”, o aquel del curandero en un arrabal sobre la costa del Cuareim. Es decir, los de ambiente más misterioso; es decir, los primeros cuentos.
El autor era experto en esta atmósfera extraña y a veces sibilina. Ya había probado la fórmula: como testimonios están Poesías y leyendas para niños (1930), Leyendas (1936), Cuentos y leyendas del Río de la Plata (1941) y Leyendas americanas (1945). Casi está de más aclararlo, pero ninguna de sus compilaciones perseguía un fin científico, etnográfico. Silva Valdés prefería la recreación literaria y poco podían importarle la fuente previa o el análisis posterior. Si como folklorista resulta primitivo, como narrador acaba siendo incomparable. Y en esto último está la importancia de sus cuentos.
Tras haberlos leído, todas las personas tienden a reconstruir las mismas imágenes. Dos lectores distintos deducirán al mismo rancho, verán al mismo viejo. Curiosa facultad que tienen varios escritores orientales; Yamandú Rodríguez y José Alonso y Trelles entre otros.
© 2010, Héctor Ángel Benedetti