Traducción de una copia tardía de cierto texto atribuido a Gemelo (19 - 37 d. C.)
Soy Tiberio Julio César Nerón Gemelo; hijo de Nerón Claudio Druso, a quien llamaron El Joven; a su vez hijo de Tiberio Claudio Nerón, a quien llamaron Tiberio Julio César Augusto, y no Imperator, pues no lo admitió aunque de hecho lo fue.
Nací en Roma en el quinto año del reinado de mi abuelo. Mi madre, Livia Julia, dio a luz aquel día también a mi hermano, Tiberio Claudio César Germánico Gemelo; casi nada recuerdo de él, pues falleció a los pocos años. Tampoco tengo una memoria precisa de mi padre, muerto durante aquella laboriosa conspiración del prefecto Sejano. Mucho después acusaron y condenaron a mi propia madre por ello; las pruebas eran falsas, pero hoy ya nada puede hacerse. Yo tenía doce años cuando la encerraron en su habitación y sellaron las puertas. Vi a mi abuela permancer impasible cuando a los cuatro días su hija comenzó a aullar horrosamente como una loba hambrienta, pues estaba prohibido acercarle agua y comida. Más tarde el Senado repudió su memoria y ordenó destruir sus estatuas.
De inmediato fui llamado por mi abuelo, que había trasladado su corte a Capri. Confieso que sentí mucho miedo. A la experiencia terrible sufrida por mi madre, sumaba los sórdidos comentarios de los que toda Roma hacía eco, acerca de las cosas que acontecían en la isla: que el emperador reclutaba niños y jóvenes para vejarlos. Temiendo convertirme yo mismo en una de sus víctimas, pasé todo el viaje afiebrado y evitando las miradas de los marineros, que habían instalado rumores muy sucios sobre mi destino. Pero es justo que aclare que nada de eso pasó conmigo, y en verdad con nadie. Por el contrario, hallé en mi abuelo a un hombre enfermo y deprimido, más predispuesto a la soledad y la melancolía que para celebrar aquellas extrañas orgías que se narraban en el Lacio.
Viajaron conmigo otros parientes, como mi hermana Livia Drusa; y también mi maestro: un tracio liberto, que había sido gladiador y que en tiempos de Augusto obtuviera la autorización para dejar su oficio. Yo lo llamaba Gigas Grammaticus, pues era altísimo y estaba dotado de una gran fuerza, a la vez que era muy erudito en la interpretación y comentarios de los textos griegos. Constantemente él debía rendir cuentas a Tiberio sobre mis progresos, ya que mi abuelo se preocupaba mucho por mi formación. No era para menos: fallecidos mi padre y mi hermano, yo era su heredero legítimo directo.
Pero tras un período de continuo sacrificio y gratas felicitaciones, en el que incluso me regalaron un perro magnífico como premio por mis esfuerzos, en forma notoria comenzaron a relegarme. No entendí qué estaba sucediendo; pensé que de alguna manera los había defraudado, aunque no acertaba con ninguna explicación clara. Con dieciocho años cumplidos todavía me veía obligado a llevar la toga pretexta y aún no me habían designado un rethor con quien completar mi estudio, por lo que a ojos de toda la corte yo seguía siendo un niño. Semejante postergación era objeto de muchas burlas; las de mi hermana, por ejemplo, ya eran intolerables. El día en que por fin me otorgaron la toga viril solo se hizo una ceremonia discreta; fue apenas un acto administrativo. Me sentía profundamente triste por ello y no cesaba de preguntarme cuál sería la razón de este desplazamiento. Esta pregunta ya llevaba dos largos años.
Hasta que una mañana Tiberio ordenó que compareciera ante él. Lo encontré en uno de los patios, reunido con mi primo Cayo Julio César Germánico, a quien todavía hoy llaman con el infantil apodo de Calígula. Lo que en su niñez debió sonar cariñoso, hoy es ridículo; él mismo odia que le digan Calígula y que lo recuerden por aquellas botitas que solía calzarle su padre. Ahí estaba mi primo, sentado junto a mi abuelo, tomándole una mano afectuosamente.
“Te he mandado llamar”, me dijo Tiberio, “porque quiero que sepas mi voluntad y la comprendas. En unos días llegará de Roma el rethor que te iniciará en cuestiones de oratoria y todas esas tonterías que te servirán para la vida pública. A mí nunca me hicieron falta para corregir el destino de la mayor nación del mundo, pero no puedo desconocer que a ti te serán muy útiles. Como todos saben, ahora soy un hombre viejo, enfermo y odiado, y pesa sobre mí la responsabilidad de designar una sucesión para continuar mi obra. Pequeño Gemelo: tú y tu primo tomarán juntos las riendas de Roma cuando yo muera, lo que previsiblemente será pronto.”
[Nota del Traductor: El manuscrito se interrumpe aquí, aunque el resto puede deducirse. Sabemos que Gemelo nunca llegó a asumir como co-emperador de Roma: apenas pudo, su primo Calígula se deshizo de él]
© 2013, Héctor Ángel Benedetti