jueves, 29 de junio de 2006

Biografía de Enrique Carbel, cantor de tangos

Hubo dos “Pacho” en la historia del tango. Uno fue el bandoneonista Juan Maglio; cimentador de la orquesta típica y clásico referente de la Guardia Vieja. El otro, que triunfara en el mismo género treinta años después, cuando aquel estilo de Maglio ya estaba definitivamente extinguido, fue el cantor Enrique Carbel.

Nació en Chamical, provincia de La Rioja, el 3 de diciembre de 1917. Se lo bautizó como Efraín Enrique Ramón Francisco Pedro Javier Barbell. Algunas fuentes lo dieron como nacido en 1918 —fecha inexacta— en Gobernador Gordillo; lo real es que decir uno u otro topónimo era referirse a un mismo sitio, pues Gobernador Gordillo era el nombre que tenía la estación del ramal de Ferrocarriles del Estado que pasaba por Chamical.

Al cumplir once años, y recién terminada la escuela primaria, Enrique fue enviado por su padre, don Sabas Barbell, a Buenos Aires; no existía entonces en Chamical un establecimiento de enseñanza secundaria, y la idea era que el pequeño continuase sus estudios en la capital. Fue a vivir con su abuela Mariana. Hacia esta época Enrique ya poseía interesantes condiciones como cantante, pero su auditorio no pasaba de un grupo de amigos de su misma edad. Por mero azar sería descubierto para dar comienzo a su carrera.

En efecto, se encontraba con unos compañeros en Plaza Italia, cantando “para ellos” y quizá como parte de una simple demostración de adolescente, cuando pasó casualmente por allí el actor Silvio Spaventa, quien formaba una exitosa pareja radiofónica con su esposa Susy Kent. Spaventa conducía por LS3 Radio Mayo una audición llamada Papel Picado, dedicada enteramente a los niños; al escuchar cantar a Enrique, le pidió que se presentase urgentemente en los estudios para una eventual incorporación al elenco. Y así fue.

Para 1936 ya estaba frente a los micrófonos de LS8 Radio Stentor como cantor de tangos aunque, como se verá más adelante, era lo suficientemente dúctil como para que en su repertorio conviviera la música ciudadana con canciones criollas y boleros.

En 1937, cuando aún no tenía veinte años, obtuvo por gestiones de Pablo Osvaldo Valle un pase a la atractiva LR1 Radio El Mundo; esa especie de Meca, junto a LR3 Radio Belgrano, para cualquier artista popular. Se quedaría en esta emisora hasta fines de 1944. En este proceso su nombre real se había reducido y vuelto más eufónico, cambiándose por un más “artístico” Enrique Carbel. No era demasiado frecuente que lo identificaran como “Pacho”, el apodo familiar; más común fue que lo llamasen “El Jilguero de los Llanos”.

Compartiendo escenarios con figuras como Hugo del Carril, Agustín Irusta, María de la Fuente, Oscar Alemán, Oscar Ugarte, Ciriaco Ortiz y el dúo cómico Paquito Busto & Encarnación Fernández, visitó importantes ciudades del país (Mendoza, Rosario, Mar del Plata…) en “embajadas artísticas” organizadas por la misma emisora. El 29 de octubre de 1937 llegó a grabar un estribillo con la orquesta de Juan D’Arienzo: el tango Paciencia, de D’Arienzo y Gorrindo (disco Victor 38.305), que poco después se convertiría en un gran éxito en la versión de Agustín Magaldi.

Como cantor solista Carbel dejó cuatro canciones, de las que se publicaron únicamente dos y las restantes aún permanecen inéditas, siendo probable que se hayan perdido definitivamente tras alguna “limpieza” de archivo. Las editadas fueron Charlemos, de Rubistein (matriz 39.856), y En un beso, la vida, de Di Sarli y Marcó (matriz 39.857), que aparecieron en el disco Victor 39.270. Se grabaron el 21 de abril de 1941. Si bien no figuró detallado en la etiqueta, el acompañamiento en ambos temas estuvo a cargo de un conjunto dirigido por Horacio Salgán.

En este mismo año intervino en la película Fronteras de la ley (dir.: Isidoro Navarro) junto a Juan Sarcione, María de la Fuente, Enrique García Satur, Enrique Zingoni, Rosita Crosa y Víctor Eiras. Trataba la historia de un delincuente apodado “Cabeza Rota”, siendo clarísima la alusión al famoso gangster “Mate Cosido” de la vida real, cuyas andanzas todavía estaban frescas. Carbel protagonizó a uno de los integrantes de la banda, a la vez que cantor. El film se estrenó en la sala Melody el 4 de abril, con aplausos más bien aislados. “De escasas pretensiones y realización primitiva”, llegaría a decir la crítica del Heraldo del Cinematografista.

El 3 de noviembre de 1943 grabó nuevamente para Victor otros dos tangos, que como quedó aclarado nunca se habrían de publicar: Pobre Fan Fan (matriz 77.345) y A bailar (matriz 77.346). Es de lamentar esta pérdida, que impide hoy apreciar la evolución del cantor y también veda la posibilidad de conocer su versión solista del notable tango A bailar, de Federico y Expósito.

Entre las canciones que tuvo en su repertorio se recuerdan Cuando lloran los zorzales, la zamba Mama vieja y el bolero Perfidia (“Mujer, si puedes tú con Dios hablar…”), que según algunos memoriosos lo hacía a la perfección.

Incursionó como compositor (era muy buen guitarrista) dejando algunos títulos no muy difundidos y que merecerían una revisión: Solo una vez (letra del poeta Ricardo Olcese), Linda correntina (con Juan Sarcione), Mujer, Noviecita (ambos sobre versos de Víctor Álvarez) y la canción Perdona, mujer, dedicada a quien fuera su esposa: Rosa Glinsky, de nacionalidad checoeslovaca. Entre otras obras suyas (Alicia, No hay nada que hacerle, Risa cruel, etcétera) destacó el vals A mi Rioja, con letra de Víctor Álvarez, que comenzaba diciendo:

“Lejanas visiones de cielos azules
que altivas montañas pretenden tocar,
nostálgicos cantos que envueltos en tules
de viejos recuerdos hoy vuelvo a escuchar…”


Era la añoranza permanente por su provincia natal; y es fama que en la cima de su popularidad solía regresar periódicamente a La Rioja para hacer recitales a beneficio. Gracias a uno de ellos, organizado por el P. Bernardino Gómez con la colaboración de Ángel V. Carrizo, pudo fundarse la Banda Infantil de San Francisco. Como recordó en una crónica el periodista Ricardo R. Quiroga, “…la gente presente en la sala deliraba, premiando con el aplauso sincero e insistente cada ofrenda del artista, que fueron en total dieciséis piezas que Carbel cantó sin micrófono por su capacidad pulmonar y el volumen y caudal amplio de su voz.”

Podía decirse que la carrera del muchacho estaba en su punto máximo, y a pesar de no ser requerido con frecuencia por las empresas grabadoras, su pronta consagración le auguraba una interesante sucesión de triunfos. Pero afectado por una repentina y fulminante dolencia, debió ser internado en el Hospital Militar de Buenos Aires, falleciendo allí el 29 de noviembre de 1945. Faltaba menos de una semana para que cumpliera veintiocho años.

Enrique Carbel, “El Jilguero de los Llanos”, se eternizó así, para siempre joven, como un artista de vida breve e intensa.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti.

lunes, 12 de junio de 2006

Lucas Horenbout

(Escrito por Guada Aballe para El Sextante de Hevelius).

Entre los pintorescos personajes que vivieron en la corte del rey Enrique VIII de Inglaterra figura el miniaturista Lucas Horenbout.

No es tan conocido como otros; entre tantos nombres que hoy son leyenda, el de Lucas Horenbout pasa desapercibido. Hoy diríamos que tenía “perfil bajo”. En realidad cumplía su trabajo y tuvo la habilidad de no involucrarse en intrigas raras.

Hans Holbein fue quien quedó inmortalizado como “el pintor de Enrique VIII” no solamente porque su arte excedía a todos, sino también porque su nombre aparece vinculado a episodios que ya son míticos en la antología Tudor: Holbein fue quien hizo el famoso retrato a Ana de Cleves que tanto conflicto trajo después cuando al rey no le gustó la dama (costándole la aventura la cabeza a Thomas Cromwell, que fue quien tuvo la idea de buscar princesas extranjeras). Además, la caída de Cromwell le causó a Holbein la pérdida del favor del rey, y por dos años estuvo sin recibir comisiones reales. Y existen evidencias para sospechar que Holbein trabajó como espía de Cromwell retratando a aquellos sospechados de lealtad dudosa: no es casualidad que pintara retratos a personas de las que Cromwell necesitaba información (como George Neville, Nicholas Carew o John Russell).

Lucas Horenbout tuvo una vida, al parecer, más tranquila. Y estaba en la corte con anterioridad a Holbein.

Alrededor de 1524 el artista Gerard Horenbout y sus dos hijos, Lucas y Susanna, llegaron a Inglaterra provenientes de Gante tal vez por invitación del rey. Horenbout era amigo de Albrecht Dürer y había pintado en la corte de Margarita de Austria. Gerard regresó a Gante en 1532, pero sus hijos se quedaron en el país.

Susanna pintaba miniaturas, aunque ninguna de ellas pudo ser identificada en nuestros días. Parece ser que al igual que su hermano tuvo una vida apacible (todo un logro en una corte Tudor) y se casó dos veces. Su primer esposo fue John Parker y el segundo John Gylmyn. Murió en Inglaterra en 1545.

A Lucas Horenbout en septiembre de 1525 le ofrecieron una pensión vitalicia por su talento. Su especialidad eran las miniaturas.

En 1528 fue nombrado King’s Painter (Pintor del Rey).

Por lo menos hay identificadas 17 miniaturas de su autoría: 5 retratos del rey, 3 de Catalina de Aragón, 2 de Ana Bolena, 1 de Jane Seymour, 1 de Catherine Parr (como se ve, pintó a todas las esposas del rey menos a Ana de Cleves y Catherine Howard); pintó al Duque de Suffolk, a la Princesa Mary, a Edward y Henry Fitzroy (hijos del rey) y Carlos V.

Entre 1531 y 1532 desarrolló tareas para el rey en York Place.

En abril de 1534 trabajó en la elaboración del Liber Niger (Libro Negro de la Orden de la Jarretera), un nuevo registro de la orden, manuscrito iluminado con ilustraciones del rey rodeado por caballeros. Y el 22 de junio de ese año se convirtió en súbdito naturalizado de Enrique, y fue nombrado Pintor del Rey de por vida. Por este motivo (su naturalización como súbdito) se le asignó una vivienda en Charing Cross, donde fijó su estudio y se le dio permiso de emplear cuatro trabajadores extranjeros.

En 1535 ilustró la tapa del Valor Ecclesiasticus representando a Enrique VIII en su trono.

Falleció en Londres en el año 1544.

© 2006, Guada Aballe.

lunes, 5 de junio de 2006

Alfred Gudeman, o el placer de la erudición

(Sobre Geschichte der Lateinischen Literatur, 3 volúmenes, del Prof. Alfred Gudeman. Berlín y Leipzig, 1923-1924; Walter de Gruyter & Co., Sammlung Göschen nº 52, 866 y 890)

“Como todos los grandes pueblos civilizados que en el curso de su desenvolvimiento histórico han producido obras literarias importantes, también los romanos, desde sus orígenes entretejidos de leyenda o ya históricamente obscuros, carecieron, durante siglos, de una literatura propiamente dicha”.

Con este párrafo audaz comienza la primera parte Geschichte der Lateinischen Literatur, del profesor Alfred Gudeman. Audaz, y no porque esboce una teoría fuera de lo común o porque pueda malinterpretarse alcanzando siglos y autores que no debería; sino por lo pronto que aparece. De entrada Gudeman da por tierra con la creencia que cultiva todo dilettante: que la literatura latina es algo sólido, que “siempre estuvo” desde que Etruria pasó a ser Roma. Estas líneas son las que se espera encontrar en una conclusión, no en un prólogo; y casi todos los lectores preferirían llegar solos a tal dictamen. Puede pensarse que así Gudeman comete dos ataques: uno, hacia los orígenes de la cultura romana; otro, hacia la inteligencia de su público. Por supuesto, no es ni lo uno ni lo otro. Además, este hombre tiene el buen tino de reconocer que el historiador (él, en este caso) se encuentra con la irritante situación de que hasta la época de César, a excepción de Plauto, Terencio y Catón, no hay ningún escritor del que haya sobrevivido una obra entera.

Gudeman fue ubicado en su época entre los más importantes estudiosos de la literatura clásica. Nació en Atlanta, se graduó en Columbia, pasó a Berlín, dictó cátedras en Baltimore y en Filadelfia y en Nueva York y en Pennsylvania y en Munich, tuvo constantes encargos de traducciones y revisiones, sus obras eran tomadas como referencia y en los colegios sus libros eran textos obligados. No obstante estos laureles, sin duda merecidos, hoy Gudeman es una ficha amarillenta en las bibliotecas (y no en todas). Fue prolífico en escritos, pero se le recuerda por un puñado de ellos, como las Imagines Philologorvm, o el célebre Outlines of the History of Classical Philology, o su obra dedicada a los fraudes literarios entre los romanos, o sus versiones de clásicos, como la Germania de Tácito.

Así como comienza imputando a los romanos una especie de indolencia literaria (¿heredada quizá de sus ancestros, tal como cuenta D. H. Lawrence en sus Etruscan places?), el libro sigue de vez en cuando bajando de sus pedestales a escritores que antaño parecían intocables. Alguien tenía que hacerlo. Gudeman no les resta méritos: lo que hace es llevarlos a un plano más real. Un poeta arcaico no por pionero tenía que ser necesariamente brillante, pero rara vez se admitía esto en las cátedras de literatura o de filosofía. En esta imperativa línea de pensamiento, el matemático Edmund Whittaker osó escribir que “la filosofía natural de Aristóteles […] confunde de principio a fin”. Y no debe olvidarse que ya Horacio, dos milenios antes, había dicho “…me siento indignado cuando se adormece el ilustre Homero”.

En las librerías de viejo suele encontrarse de Geschichte der Lateinischen Literatur su traducción publicada por la españolísima Editorial Labor: Historia de la literatura latina (1926), volumen doble dentro de la serie, siendo Carlos Riba (ex profesor de la Escuela de Bibliotecarias de Barcelona) el responsable de la versión castellana. Castellana y castiza: este señor Ribas, por ejemplo, en una nota al pie lamenta que Gudeman no elija a Calderón de la Barca como ejemplo de un autor dramático que, a semejanza de Gneo Nevio, podía escribir tanto comedias como tragedias.

Una lámina muy bella, y por tal inolvidable, adorna la edición española y refleja las verdaderas preferencias de Gudeman. Después de tantos años, ábrase el libro: es una ilustración que está al comienzo. Representa a Virgilio, el mantuano, entre Clío y Calíope. Deriva de un mosaico en Adrumeto.

Otra es el palimpsesto de la estampa VIII. Es más que un simple folio sobreescrito: sobre un fragmento del tratado De republica, de Cicerón, algún copista transcribió la Enarratio in Psalmum CXXV, de San Agustín. En la siguiente hoja, Gudeman ya no vacila ideológicamente; desatiende a San Agustín y solo muestra un retrato del orador romano, debido a Rafael.

El lector aplicado sale agradecido de este manual, que Gudeman presenta estructurado en partes muy bien definidas, concordadas según los acontecimientos de Roma. La división consiste en tres grandes secciones: primera, la época republicana (240 – 31 a. de J. C.); segunda, la época de Augusto (42 a. de J. C. – 14 d. de J. C.) y la “Edad de Plata” (14 – 117 d. de J. C.); y tercera, la literatura nacional pagana (siglos II al VI). Articula sus opiniones con ejemplos de otras letras menos remotas; no es raro hallar en sus páginas los nombres de Goethe, Ben Jonson o Racine. Al cabo, Gudeman le ha enseñado a sus alumnos a razonar con la misma perspectiva crítica; y así como induce a mirar con el precioso cristal de los poetas clásicos, también logra que se lean las entrelíneas políticas de los historiadores. No se permite una sola estridencia cuando llama la atención sobre esto o aquello: es genial y a la vez sutil.

Por ello su libro depara múltiples placeres. Quizá una idea de la felicidad consista en leerlo bajo el luminoso sol de Padua, donde hay un canal flanqueado de estatuas que evoca cierta antichità de Piranesi.

Aunque se lo dio por muerto en 1921, el profesor Gudeman falleció realmente en 1942, siendo octogenario, en un campo de concentración que el nazismo había instalado en Theresienstadt. Fue el único caso de un filólogo deportado y ejecutado.

© 2006, Héctor Ángel Benedetti