(Sobre Geschichte der Lateinischen Literatur, 3 volúmenes, del Prof. Alfred Gudeman. Berlín y Leipzig, 1923-1924; Walter de Gruyter & Co., Sammlung Göschen nº 52, 866 y 890)
“Como todos los grandes pueblos civilizados que en el curso de su desenvolvimiento histórico han producido obras literarias importantes, también los romanos, desde sus orígenes entretejidos de leyenda o ya históricamente obscuros, carecieron, durante siglos, de una literatura propiamente dicha”.
Con este párrafo audaz comienza la primera parte Geschichte der Lateinischen Literatur, del profesor Alfred Gudeman. Audaz, y no porque esboce una teoría fuera de lo común o porque pueda malinterpretarse alcanzando siglos y autores que no debería; sino por lo pronto que aparece. De entrada Gudeman da por tierra con la creencia que cultiva todo dilettante: que la literatura latina es algo sólido, que “siempre estuvo” desde que Etruria pasó a ser Roma. Estas líneas son las que se espera encontrar en una conclusión, no en un prólogo; y casi todos los lectores preferirían llegar solos a tal dictamen. Puede pensarse que así Gudeman comete dos ataques: uno, hacia los orígenes de la cultura romana; otro, hacia la inteligencia de su público. Por supuesto, no es ni lo uno ni lo otro. Además, este hombre tiene el buen tino de reconocer que el historiador (él, en este caso) se encuentra con la irritante situación de que hasta la época de César, a excepción de Plauto, Terencio y Catón, no hay ningún escritor del que haya sobrevivido una obra entera.
Gudeman fue ubicado en su época entre los más importantes estudiosos de la literatura clásica. Nació en Atlanta, se graduó en Columbia, pasó a Berlín, dictó cátedras en Baltimore y en Filadelfia y en Nueva York y en Pennsylvania y en Munich, tuvo constantes encargos de traducciones y revisiones, sus obras eran tomadas como referencia y en los colegios sus libros eran textos obligados. No obstante estos laureles, sin duda merecidos, hoy Gudeman es una ficha amarillenta en las bibliotecas (y no en todas). Fue prolífico en escritos, pero se le recuerda por un puñado de ellos, como las Imagines Philologorvm, o el célebre Outlines of the History of Classical Philology, o su obra dedicada a los fraudes literarios entre los romanos, o sus versiones de clásicos, como la Germania de Tácito.
Así como comienza imputando a los romanos una especie de indolencia literaria (¿heredada quizá de sus ancestros, tal como cuenta D. H. Lawrence en sus Etruscan places?), el libro sigue de vez en cuando bajando de sus pedestales a escritores que antaño parecían intocables. Alguien tenía que hacerlo. Gudeman no les resta méritos: lo que hace es llevarlos a un plano más real. Un poeta arcaico no por pionero tenía que ser necesariamente brillante, pero rara vez se admitía esto en las cátedras de literatura o de filosofía. En esta imperativa línea de pensamiento, el matemático Edmund Whittaker osó escribir que “la filosofía natural de Aristóteles […] confunde de principio a fin”. Y no debe olvidarse que ya Horacio, dos milenios antes, había dicho “…me siento indignado cuando se adormece el ilustre Homero”.
En las librerías de viejo suele encontrarse de Geschichte der Lateinischen Literatur su traducción publicada por la españolísima Editorial Labor: Historia de la literatura latina (1926), volumen doble dentro de la serie, siendo Carlos Riba (ex profesor de la Escuela de Bibliotecarias de Barcelona) el responsable de la versión castellana. Castellana y castiza: este señor Ribas, por ejemplo, en una nota al pie lamenta que Gudeman no elija a Calderón de la Barca como ejemplo de un autor dramático que, a semejanza de Gneo Nevio, podía escribir tanto comedias como tragedias.
Una lámina muy bella, y por tal inolvidable, adorna la edición española y refleja las verdaderas preferencias de Gudeman. Después de tantos años, ábrase el libro: es una ilustración que está al comienzo. Representa a Virgilio, el mantuano, entre Clío y Calíope. Deriva de un mosaico en Adrumeto.
Otra es el palimpsesto de la estampa VIII. Es más que un simple folio sobreescrito: sobre un fragmento del tratado De republica, de Cicerón, algún copista transcribió la Enarratio in Psalmum CXXV, de San Agustín. En la siguiente hoja, Gudeman ya no vacila ideológicamente; desatiende a San Agustín y solo muestra un retrato del orador romano, debido a Rafael.
El lector aplicado sale agradecido de este manual, que Gudeman presenta estructurado en partes muy bien definidas, concordadas según los acontecimientos de Roma. La división consiste en tres grandes secciones: primera, la época republicana (240 – 31 a. de J. C.); segunda, la época de Augusto (42 a. de J. C. – 14 d. de J. C.) y la “Edad de Plata” (14 – 117 d. de J. C.); y tercera, la literatura nacional pagana (siglos II al VI). Articula sus opiniones con ejemplos de otras letras menos remotas; no es raro hallar en sus páginas los nombres de Goethe, Ben Jonson o Racine. Al cabo, Gudeman le ha enseñado a sus alumnos a razonar con la misma perspectiva crítica; y así como induce a mirar con el precioso cristal de los poetas clásicos, también logra que se lean las entrelíneas políticas de los historiadores. No se permite una sola estridencia cuando llama la atención sobre esto o aquello: es genial y a la vez sutil.
Por ello su libro depara múltiples placeres. Quizá una idea de la felicidad consista en leerlo bajo el luminoso sol de Padua, donde hay un canal flanqueado de estatuas que evoca cierta antichità de Piranesi.
Aunque se lo dio por muerto en 1921, el profesor Gudeman falleció realmente en 1942, siendo octogenario, en un campo de concentración que el nazismo había instalado en Theresienstadt. Fue el único caso de un filólogo deportado y ejecutado.
“Como todos los grandes pueblos civilizados que en el curso de su desenvolvimiento histórico han producido obras literarias importantes, también los romanos, desde sus orígenes entretejidos de leyenda o ya históricamente obscuros, carecieron, durante siglos, de una literatura propiamente dicha”.
Con este párrafo audaz comienza la primera parte Geschichte der Lateinischen Literatur, del profesor Alfred Gudeman. Audaz, y no porque esboce una teoría fuera de lo común o porque pueda malinterpretarse alcanzando siglos y autores que no debería; sino por lo pronto que aparece. De entrada Gudeman da por tierra con la creencia que cultiva todo dilettante: que la literatura latina es algo sólido, que “siempre estuvo” desde que Etruria pasó a ser Roma. Estas líneas son las que se espera encontrar en una conclusión, no en un prólogo; y casi todos los lectores preferirían llegar solos a tal dictamen. Puede pensarse que así Gudeman comete dos ataques: uno, hacia los orígenes de la cultura romana; otro, hacia la inteligencia de su público. Por supuesto, no es ni lo uno ni lo otro. Además, este hombre tiene el buen tino de reconocer que el historiador (él, en este caso) se encuentra con la irritante situación de que hasta la época de César, a excepción de Plauto, Terencio y Catón, no hay ningún escritor del que haya sobrevivido una obra entera.
Gudeman fue ubicado en su época entre los más importantes estudiosos de la literatura clásica. Nació en Atlanta, se graduó en Columbia, pasó a Berlín, dictó cátedras en Baltimore y en Filadelfia y en Nueva York y en Pennsylvania y en Munich, tuvo constantes encargos de traducciones y revisiones, sus obras eran tomadas como referencia y en los colegios sus libros eran textos obligados. No obstante estos laureles, sin duda merecidos, hoy Gudeman es una ficha amarillenta en las bibliotecas (y no en todas). Fue prolífico en escritos, pero se le recuerda por un puñado de ellos, como las Imagines Philologorvm, o el célebre Outlines of the History of Classical Philology, o su obra dedicada a los fraudes literarios entre los romanos, o sus versiones de clásicos, como la Germania de Tácito.
Así como comienza imputando a los romanos una especie de indolencia literaria (¿heredada quizá de sus ancestros, tal como cuenta D. H. Lawrence en sus Etruscan places?), el libro sigue de vez en cuando bajando de sus pedestales a escritores que antaño parecían intocables. Alguien tenía que hacerlo. Gudeman no les resta méritos: lo que hace es llevarlos a un plano más real. Un poeta arcaico no por pionero tenía que ser necesariamente brillante, pero rara vez se admitía esto en las cátedras de literatura o de filosofía. En esta imperativa línea de pensamiento, el matemático Edmund Whittaker osó escribir que “la filosofía natural de Aristóteles […] confunde de principio a fin”. Y no debe olvidarse que ya Horacio, dos milenios antes, había dicho “…me siento indignado cuando se adormece el ilustre Homero”.
En las librerías de viejo suele encontrarse de Geschichte der Lateinischen Literatur su traducción publicada por la españolísima Editorial Labor: Historia de la literatura latina (1926), volumen doble dentro de la serie, siendo Carlos Riba (ex profesor de la Escuela de Bibliotecarias de Barcelona) el responsable de la versión castellana. Castellana y castiza: este señor Ribas, por ejemplo, en una nota al pie lamenta que Gudeman no elija a Calderón de la Barca como ejemplo de un autor dramático que, a semejanza de Gneo Nevio, podía escribir tanto comedias como tragedias.
Una lámina muy bella, y por tal inolvidable, adorna la edición española y refleja las verdaderas preferencias de Gudeman. Después de tantos años, ábrase el libro: es una ilustración que está al comienzo. Representa a Virgilio, el mantuano, entre Clío y Calíope. Deriva de un mosaico en Adrumeto.
Otra es el palimpsesto de la estampa VIII. Es más que un simple folio sobreescrito: sobre un fragmento del tratado De republica, de Cicerón, algún copista transcribió la Enarratio in Psalmum CXXV, de San Agustín. En la siguiente hoja, Gudeman ya no vacila ideológicamente; desatiende a San Agustín y solo muestra un retrato del orador romano, debido a Rafael.
El lector aplicado sale agradecido de este manual, que Gudeman presenta estructurado en partes muy bien definidas, concordadas según los acontecimientos de Roma. La división consiste en tres grandes secciones: primera, la época republicana (240 – 31 a. de J. C.); segunda, la época de Augusto (42 a. de J. C. – 14 d. de J. C.) y la “Edad de Plata” (14 – 117 d. de J. C.); y tercera, la literatura nacional pagana (siglos II al VI). Articula sus opiniones con ejemplos de otras letras menos remotas; no es raro hallar en sus páginas los nombres de Goethe, Ben Jonson o Racine. Al cabo, Gudeman le ha enseñado a sus alumnos a razonar con la misma perspectiva crítica; y así como induce a mirar con el precioso cristal de los poetas clásicos, también logra que se lean las entrelíneas políticas de los historiadores. No se permite una sola estridencia cuando llama la atención sobre esto o aquello: es genial y a la vez sutil.
Por ello su libro depara múltiples placeres. Quizá una idea de la felicidad consista en leerlo bajo el luminoso sol de Padua, donde hay un canal flanqueado de estatuas que evoca cierta antichità de Piranesi.
Aunque se lo dio por muerto en 1921, el profesor Gudeman falleció realmente en 1942, siendo octogenario, en un campo de concentración que el nazismo había instalado en Theresienstadt. Fue el único caso de un filólogo deportado y ejecutado.
© 2006, Héctor Ángel Benedetti
1 comentario:
Muchas gracias por escribir esto, se unbelieveably informativo y me dijo que una tonelada
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